Un hombre lobo que utiliza su maldición para salvar a las personas
1
Mi nombre es Howl y soy un nahual.
Poseo la visión de un gavilán, el olfato de un lobo, el oído de un ocelote, la fuerza de mil osos y puedo transformarme en un licántropo a voluntad.
Tengo el cabello castaño, los ojos marrones y profundos, los labios gruesos y la naríz ancha. Soy de tez morena y tengo una cicatriz que atraviesa mi ceja izquierda.
Nací en Teotihuacán (el lugar de la apoteosis), en el año primero de la creación del universo, y soy hiperlongevo. En otras palabras, puedo vivir durante miles de años sin envejecer ni un sólo día; pero no soy inmortal.
Esta historia comienza el día que, por descuido, revelé al mundo mi verdadera identidad.
Durante miles de años el pueblo de México pensó que yo era un mito, una invención para asustar a los delincuentes; pero fue el día 22 de Enero de 2022, que los medios de comunicación de todo el país confirmaron mi existencia. Ése día aparecí en todos los noticieros matutinos.
En las imágenes, aparecí luchando contra el dios Mictlantecutli (Señor del Inframundo), quien había poseído el cuerpo de un adolecente para tratar de conquistar el universo. Un muchacho de aproximadamente quince años de edad; delgado, bien parecido, de tez blanca y cabello quebrado. Vestía un pantalón y una chaqueta de mezclilla, así como un par de tenis color blanco.
Su cuerpo emanaba gases piroclásticos procedentes del mismísimo inframundo.
Utilicé mi poder de transformación y me convertí en un licántropo para enfrentarlo.
Me erguí sobre mis patas traseras y avancé hacia Mictlantecutli, quien se encontraba algunos metros frente a mí, flotando sobre una calle llena de automóviles abandonados.
—¿En serio crees que puedes vencerme? ¿A mí? ¿El Señor del Inframundo? —resonó la voz de Mictlantecutli.
—¡La soberbia nunca baja de donde sube, porque siempre cae de donde subió! —le respondí. Corrí lo más rápido que pude, salté y le propiné un puñetazo.
El Señor del Inframundo salió disparado en ángulo recto, descendió y quedó clavado en el pavimento.
Más tarde se incorporó.
—¡Pagarás caro tu atrevimiento, Señor de Todos los Nahuales!— me advirtió. Saltó hasta casi alcanzar la azotea de un edificio, descendió y me propinó un puñetazo.
Salí disparado dando piruetas sobre el pavimento, hasta que al fin me detuve. Me incorporé, me sacudí el polvo del pelaje, me limpié la sangre del hocico y le aullé con todas mis fuerzas. Corrí, salté encima de él y comencé a golpearlo con frenesí, hasta que conseguí noquearlo.
Entonces recuperé el aplomo, me volví a incorporar y me di cuenta de que había demasiadas personas observándome.
Entre el público, distinguí la cara de estupefacción de un chico.
Mictlantecutli recuperó la conciencia, se levantó de un salto y me propinó otro puñetazo.
Salí despedido en ángulo recto hasta chocar con un automóvil. Sacudí la cabeza para recuperar el equilibrio y me puse de pie.
—¡Ríndete, Howl, y te perdonaré la vida! —exclamó Mictlantecutli.
—¡La única lucha que se pierde es la que se abandona! —le respondí, y levanté la guardia.
—¡Entonces te asesinaré!
Corrí hacia él y él flotó hacia mí. Nos encontramos en un punto intermedio y conectamos nuestro mejor golpe. Nuestras fuerzas chocaron y luego ambos salimos despedidos en direcciones opuestas. Caí al suelo y perdí el sentido.
En aquel momento contemplé a la mujer más hermosa que haya conocido nunca: mi exnovia Hope. Una preciosa muchacha de tez morena, figura perfecta y cabello largo hasta la cintura. Poseía una sonrisa encantadora y la boca más dulce que haya probado jamás.
Hope se acercó a mí, besó mis labios y me preguntó:
—¿Qué estás haciendo, mi amor?
—Trato de equilibrar la balanza de la existencia —le respondí.
—¿Qué pasará si fracasas? —inquirió.
—Será el final de los tiempos —le contesté.
—Entonces levántate y no te rindas. Tienes que tener éxito o la balanza se romperá —señaló.
Desperté en medio del pavimento, me incorporé con dificultad y volví a ponerme en guardia.
Mictlantecutli hizo lo mismo.
—¡Es imposible! —exclamó, después de verme de pie.
—Hasta aquí llegaste, Señor del Inframundo —le advertí.
Mictlantecutli gritó de rabia, se abalanzó sobre mí y trató de darme un puñetazo. Salté por encima de los edificios y le di un último golpe dejando caer toda mi fuerza sobre él. Mictlantecutli perdió el conocimiento y abandonó el cuerpo del muchacho al que había poseído.
Algunas personas me ovacionaron; otras, comenzaron a llorar de alegría; en su mayoría, la gente levantó la cara hacia el cielo para agradecerle al gran Ometéotl (Padre de Todo).
Salté por encima de los edificios y traté de huir de aquel escenario; pero el ejército mexicano ya había rodeado el perímetro y me disparó con uno de sus poderosos tanques de guerra.
La explosión me hizo perder el equilibrio y caer desde las alturas. Perdí el conocimiento y recuperé mi figura humana paulatinamente.
Pregunta por la novela completa a través de nuestras redes sociales.